Cuando el gobierno decretó el cierre de escuelas, en la casa de Sofía hubo fiesta. Entusiasmados con las vacaciones regaladas, sus hijos montaron una tienda de campaña, jugaron como nunca y hornearon. Dieciocho meses después, Elena, Aristides y Emmanuel no aguantan más.
Por Sofía Kalormakis | Arte: Ana Sofía Camarga
El segundo miércoles desde que mis hijos Elena, Aristides y Emmanuel habían comenzado las clases del colegio, un virus extraño llegado desde el otro extremo del mundo auguraba una oportunidad única: vacaciones extendidas.
Era 11 de marzo de 2020 y el gobierno avisó que las escuelas cerraban hasta nuevo aviso por la pandemia del Covid-19. En casa hubo fiesta.
Montaron una tienda de campaña cuyo domo azul se expandía en medio de la sala y la llenaron con los juegos de mesa que les gustan: ajedrez, Black Jack, Monopolio, Uno, Domino, Battleship y Risk. Las primeras noches nos reuníamos en familia —papá, mamá, hijos— a jugar charadas, contar chistes, echar cuentos y leer. Todos los días había acceso ilimitado a videojuegos, Youtube, Netflix y redes sociales. Después de todo, no había que pararse temprano al día siguiente.
Con el correr de los meses, lo que se suponían vacaciones extendidas se transformó en un encierro obligado y los juegos, las series, las lecturas, dejaron de entretener. Las rutinas de cuarentena tomaron forma de hastío y miedo.
—Al inicio, me parecía genial. Era como unas vacaciones —dice Emmanuel, 10 años, cuarto grado-. Pero después me aburrí.
Ya no había busito amarillo a las 6:30 a.m. Sólo rodar de la cama al baño, ponerse el suéter celeste del uniforme colegial, prender la computadora y esperar. Ya no había pasillos por donde corretear con un amigo ni un aula al que entrar. Ahora el salón era virtual y la puerta de ingreso, un código de identificación personal y una clave digital. En la televisión, los medios, las redes sociales, los discursos eran de apocalipsis: unidades de cuidados intensivos desbordadas, médicos agotados, primera ola, segunda ola, testimonios de contagiados de miedo.
Emmanuel, mi hijo menor, me dijo por entonces: “Tengo miedo de que se me pegue y vaya a morir por esa enfermedad”.
El virus trastoca la vida de niños, niñas y adolescentes, contagie o no. Los positivos, la pasaban mal. Los negativos, temían por el contagio, se quebraban por las noticias o por alguien querido que terminaba internado o muerto o por las dinámicas de la nueva vida sin salidas, sin deportes, sin salud, sin clases, sin amigos. Fue tan de a poco, que casi ni nos dimos cuenta. En el caso de mis hijos, fue así.
Esta historia empezó en China pero aquí el inicio de todo fue en marzo de 2020. En las noticias anunciaban la llegada de un nuevo virus que mataba a las personas por los cientos, que se pegaba a todo, y que sólo moría lavándose con agua y jabón o rociándose con alcohol.
En casa tomamos nota. Dejábamos los zapatos afuera, en la entrada; nos rocíabamos los pies con una botella de alcohol antes de entrar y corríamos a bañarnos cuando entrábamos. Bolsas de ropa contaminada iban y venían a la lavandería.
El gobierno panameño implementó el 9 de marzo un toque de queda total, tan estricto que sólo médicos, enfermeras, policías y repartidores de comida podían salir. Las escuelas cerraron sin fecha de apertura. ¿Ya no habría clases o solo no habría presencial? ¿Qué pasaría con nuestros hijos? ¿Perderían el año? ¿Cobrarían los profesores y los colegios?
Tras varias reuniones y cartas, la institución a la que van mis hijos determinó las clases virtuales y un descuento del 20 por ciento.
A finales de mayo, las vacaciones más largas en la vida de mis hijos terminaron. Volver al colegio en versión digital implicó una lucha: todos los días, a la misma hora debían conectarse tres a un sistema que nunca habían usado y estar en línea por las siguientes cuatro horas para después hacer tareas.
Los maestros malabareaban la enseñanza entre páginas de cuadernos fotocopiados, escaneados, correos electrónicos y mensajes de Whatsapp a estudiantes y a padres. Los que conocíamos Skype pronto descubrimos Zoom, Google Meet, Microsoft Teams, Edmodo, Quizzlet: las plataformas que coparon nuestras vidas. La rutina fue eso: Zoom, estudiar, reunión por Meet, comer, llamada de WhatsApp con amigos o familia, ver Netflix y el celular, dormir. Repetir.
Para distraernos, buscamos recetas en mis libros de cocina y en Youtube —dulces de banano, flanes, galletas de chocolate, brownies, tortas de vainilla, dulces griegos como loukoumades y kurambiés—. La visita semanal al supermercado o a la farmacia, los días que me tocaba por género, de golpe se transformó en una expedición esperada.
Aristides ama los dulces. Para probarlos era el primero. Con el correr de los meses, además del encierro los dulces le pesaron: aumentó unas 20 libras en pandemia. También Emmanuel —unas 18 libras— y yo, que le gané a todos. Elena, la mayor, fue la única que no: se encerraba a hacer rutinas de ejercicios y bailes sacados de Instagram. En la otra vida, prepandémica, los tres iban a hapkido y entrenaban artes marciales coreanas por 7 y 8 horas semanales. Aristides y Emmanuel no hicieron más nada.
“¡Qué gallo, mamá! ¿Cómo voy a entrenar combate y volteretas en casa, sin colchonetas como en el dojo?”, decía Aristides, que reemplazó ejercicios por videojuegos como Fortnite. Aristides empezó a edificar su propio imperio digital, armado con micrófono esférico, cámara HD, una torre con luces de neón y varios teclados.
Emmanuel, que tampoco se entusiasmaba por los ejercicios físicos, tomó gusto por ciertos shows de Youtubers y Netflix. Quería que lo acompañara todo el tiempo —a ver películas y series, a hacer tareas, a jugar y hasta a dormir.
Como otra medida de salud, en junio compré lienzos, pinturas, brochas y lápices de dibujar y colorear, para reemplazar la repostería por el arte. Emmanuel pintaba mucho, en especial paisajes al aire libre. Aristides optaba por animes y Elena, por rostros y cuerpos. Con el tiempo, Elena terminó decorando su mesita de noche con pedazos de CD reciclados, pintando el marco de su puerta, su librero y hasta el techo de su cuarto cual Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.
Hasta julio, conseguimos entretenernos y mantener una rutina sensata —compost para los maceteros del balcón, cultivamos espinacas, pimentones, tomates y romero, teatro, baile, algunas pocas salidas—. A mitad de año, ya no había ningún invento que nos mantuviera a flote.
Mientras los días del calendario rodaban, los niños empezaron a manifestar ansiedades, miedos por el encierro. Las celebraciones de cumpleaños se volvieron videollamadas incómodas que a menudo terminaban con una conexión de internet interrumpida o la caída del wi-fi. Las visitas médicas y a la terapista también eran por videollamada.
El miedo era una presencia continua. “Ver a alguien toser me estresa”, me dijo Arístides. La pantalla y la familia, también: omnipresente. “Hay cosas que hablo con mis amigos o que no puedo decir si ustedes están ahí —se quejaba Arístides—. Tampoco necesito escuchar la reunión de nadie, sin ofender”.
Recurrí a mis amigas. A blogs. Buscaba consejos cuando ya no sabía qué inventar para ver a mis hijos un poco mejor. Alguien —ya no recuerdo quién— sugirió una mascota. No me convencía —¿quién, en su sano juicio, querría sumar trabajo a todo eso?—, pero cuando solté la idea las caras de mis hijos me terminaron de convencer y a su papá.
Enseguida comenzó la danza de nombres. Al final, nos decidimos por Kiba.
Kiba nació en San Carlos en los primeros días de septiembre. En casa estábamos listos para recibirlo. Nos colocamos los cubrebocas negros, lo montamos en el carro y cuando llegó, se adaptó rápidamente a su nuevo hogar. Pero como aún era bebé, no quería dormir solo. Elena, pasaba las noches despierta atendiéndole. Durante el día, los tres lo cargaban, alimentaban y sacaban a pasear.
En octubre, cuando los casos bajaron y comenzó a hablarse de nuevas vacunas, el gobierno anunció la reapertura de varias industrias y empresas, incluyendo los restaurantes. Fue la mejor noticia: nuestro restaurante familiar volvería al ruedo. Pero la cosa, en el fondo, no cambiaba tanto para los niños: seguían con clases virtuales, mascarillas, alcohol, encierro.
—Olvidé cómo interactuar propiamente con la gente —dice Elena—. Mi sueño se estropeó y me cuesta despertarme, levantarme. Vestirme agota.
Hacia las 3 p.m., los ojos de mis hijos eran otros: enrojecidos, cansados por la exposición a tanta pantalla y no conciliar bien el sueño. Cada uno en su esquina de la casa: una en su cuarto, el otro en el estudio y el otro en el comedor, todos atados a un monitor, su única ventana al mundo. El cierre físico de la escuela y la falta de contacto personal desmotivaba a mis hijos a participar en actividades de aprendizaje y afectaba su capacidad para concentrarse en el trabajo escolar que debían compensar en tiempos reducidos e interrumpidos.
A muchos les pasó igual, según un informe de una comisión del Centro Común de Investigación de la Unión Europea respecto a los niños y adolescentes en la U.E. en 2020.
La psicóloga Lourdes Vega me dijo que el pasar mucho tiempo en las computadoras o aparatos electrónicos para seguir sus clases sin horas libres al aire libre para desahogar, “ha traído como consecuencia aumento de peso, estrés, enojo, ansiedad, frustración y baja tolerancia a las situaciones complicadas, miedo e incertidumbre”.
El encierro más el miedo al contagio de sí mismos, su familia y amigos, lo llevó a un estado nuevo, difícil de administrar, peor.
El 8 de diciembre, día de la madre, fue la primera vez que pudimos ver a mi mamá en persona después de meses. Abuelos, tíos y primos estaban felices pero cautos. En vez de abrazos, extendían el puño y mantenían el cubre boca puesto. Sólo lo removían para comer y beber, siempre con gel alcoholado en mano.
La nueva sensación de libertad se nos cortó a todos cuando el gobierno anunció que cerraríamos nuevamente en diciembre porque los casos por Covid-19 aumentaban.
La Navidad vino y se fue. El año nuevo también. El gobierno volvió a re-aperturar los comercios, restaurantes y a regular los toques de queda, de encierro total a parcial.
Empezamos a salir a caminar nuevamente. Fuimos a la piscina del edificio un par de veces. Llevamos a los niños a la playa un fin de semana sólo para descubrir que las playas cerraban de viernes a las 5 p.m. a lunes, para evitar las aglomeraciones. Así que después de un año sin nadar en el mar, logramos meter los pies por dos horas, al menos. Otros ni siquiera eso pudieron.
En uno de los 14 países que mantuvieron todo cerrado des marzo de 2020 a febrero de 2021, creamos un decreto propio como forma de resistencia: cada tarde a las 4 p.m., seríamos señores de nuestro universo. Mascarillas en cara, enzapatillados y deportivos, nos montábamos al carro con Kiba y nos íbamos a un parque o algún espacio abierto donde correr, jugar, compartir, ver gente y recordar que la vida no espera. No había toque de queda que cuente ni virus que nos arrebatara la libertad, al menos no a la hora 4.
El nuevo calendario escolar arrancó igual que como terminó el anterior: virtual.
La crisis existencial de cada día, la pérdida de internet o la desconexión inalámbrica, propia o de la maestra o profesor, ya no les afecta tanto. La escuela ya no tensa, entendieron que son más que una calificación. En 2021 las frustraciones son constantes pero diferentes.
Hubo, después de un año, encuentros con los amigos. Retomaron las clases de baile urbano y entrenamiento. Aún nada hapkido. Kiba dejó de ser cachorro.
A finales de mayo, cachetazo: me contagié de Covid. Por suerte, me di cuenta a tiempo y me encuarentené en mi cuarto por 15 días. Todos en la familia se hicieron sus hisopados: negativos. Peor que los síntomas, fue hablar con mis hijos por teléfono y por videollamada. Luna, la chica que trabajó con nosotros durante 18 años, renunció dos días antes que me dieran de alta: no quería morir por Covid.
Ahora es septiembre. En Panamá, ya han vacunado a muchos niños y jóvenes. Muchos de ellos, incluidos mis hijos, no han pisado un aula desde marzo: 18 meses sin ir a la escuela.
Unicef declaró que la interrupción de la escolarización durante más de un año y la pérdida del aprendizaje causan consecuencias tan profundas a largo plazo. Es poner en jaque la posibilidad de encontrar un empleo, aumentar la violencia y la pobreza, los problemas de salud mental y la morbilidad. Ni hablar de los niños que engrosan las cifras de la deserción escolar. La crisis educativa es evidente y el llamado a la acción es a abrir las aulas.
Mis hijos no aguantan más.
—Creo que es más complicado mantener la esperanza, pensar que las cosas van a hacer como antes —dice Elena—. El trauma y las inconveniencias no se van a poder superar en las generaciones que vivieron.
* Esta historia fue realizada en el marco del taller Contar la Infancia, de Concolón en alianza con Unicef.