La luz tenue entraba por la rendija de mi puerta. Acostada en mi cama, podía ver frente a mí hojas de papel pegadas con cinta adhesiva a lo largo de la pared. A, b, c, d, e… —repetía en voz baja. F, g, h, i… hasta que los párpados cedían y quedaba rendida por el sueño. Desperté asustada, son gritos lo que escucho, se mezclan con el llanto, con mi llanto sordo plagado de temor, tristeza y confusión. ¿Qué está pasando? Tomo la manta, la aprieto fuerte entre mis dedos y siento como mis uñas se entierran en mi piel.
Recuerda el sonido de la lluvia. Hay más gritos. Cierro los ojos e imagino la lluvia cayendo sobre mi manta. Escucho las gotas sobre ella. Otro sonido fuerte, ¿acaso es un golpe? Algo cae al piso, creo que es parte de una silla, rueda cerca de la puerta.
Ella está sola. Me imagino saltando de la cama, girando la manija de la puerta, abriéndola de par en par, con la altura de un gigante y con un escudo cónsono con mi tamaño colocándome frente a ella.
Aprieto mis dientes. Ya me duelen los dedos de sostener la manta sobre mí, siento que es mi protección. Hay silencio, escucho pasos acercándose, despacio se abre la puerta. Es ella, secándose las lágrimas me pregunta: “¿Me das un espacio debajo de tu manta?”. Con un gesto le hago un lugar a mi lado. Con voz tierna me susurra al oído: “Eres valiente mi niña”.
Años después entiendo lo que pasó esa noche. Era algo que no tenía pasar, pero pasó y definió mi carácter: soy hija de una mujer fuerte que se colocó como escudo frente a mi puerta como fiera dándome su protección.
A, b, c, d, e… —suspiro, soy como ella.