Los Pandora Papers desencadenaron en el patio los mismos pregones que los Papeles de Panamá: por qué a nosotros, es un ataque, llamado a la defensa nacional. Las evidencias sobre el uso de la estructura offshore para esconder o lavar dinero de poderosos y las desigualdades que eso provoca, no importan. ¿Podremos dejar de mirarnos el ombligo?
A cinco años del estallido de los Panama Papers, llegó otra investigación global con evidencias inapelables sobre el uso de la estructura offshore para esconder dinero de poderosos y el mundo bramó, pero en Panamá la reacción es la de entonces: ataque de potencias, defensa de la soberanía o un conveniente silencio de voces que gritan con casos locales.
Presidentes como el chileno Sebastián Piñera operando a espaldas de las naciones que gobiernan, el régimen chavista blanqueando hasta 2.000 millones de dólares de fondos públicos y una empresa como Odebrecht pagando sobornos mediante una telaraña gigante que une puntos como Islas Vírgenes Británicas, Andorra o Belice gracias a los servicios de un bufete local. Y aquí decimos: “por qué Panamá”.
En el mundo se abren discusiones sobre desigualdad global, corrupción, transparencia y justicia tributaria, mientras aquí defendemos la legalidad de abrir sociedades que, intencionalmente o no, terminan posibilitando un saqueo a los Estados. Somos los campeones del ombliguismo mundial.
Es difícil concebir por qué casos como los Pandora o Panama Papers resonaron tanto globalmente, si no se les ubica en su momento histórico: la década siguiente a la crisis financiera global de 2007-2008. En ese contexto también se inscribe un resurgimiento de los debates acerca de la desigualdad global y las brechas en el reparto de las riquezas, como libros de Thomas Piketty y Branko Milanovic documentan y polemizan. Dentro de Panamá, sin embargo, la respuesta es diferente.
Caracterizada por refutación elitaria y la ventilación sectorial de agravios, las líneas de discurso aquí están reducidas a actores clave que interpretan un ataque a la integridad y a la soberanía nacional, a la identidad colectiva e internacional del país. Decían en 2016 que la investigación basada en los documentos de una firma local acabarían con la plataforma y la circulación de dinero. ¿Eso ocurrió? No.
Panamá siguió creciendo y el efecto económico directo de la investigación transnacional sobre la economía nacional fue insignificante, según el ministro de Comercio e Industria de entonces. Muchos coincidieron por un cálculo simple: el sector de sociedades offshore ni siquiera constituía el 1 por ciento de la economía nacional.
La incorporación de sociedades anónimas en Panamá no es significativa para el país y venía disminuyendo por lo menos desde 2008. Además, los bancos en Panamá se alejaron del zenit de inicios de los ochenta: en 1982 el número de bancos llegó a su cumbre con 125; en 2021 la Superintendencia de Bancos lista 67. El único sector que Panamá todavía lidera en el amplio mundo offshore es el de banderas de conveniencia. Y el de los abogados: somos el país con mayor número de abogados per cápita de la región, según estimaciones. Sí hay un impacto reputacional claro —del que se ocupará la política—, pero es por una actividad que no beneficia a la mayoría de las personas sobre las que sí pesa esa mala fama.
Entonces, es un negocio que beneficia a pocos y no al Estado como conjunto, pero ante las publicaciones periodísticas braman muchos. ¿Por qué tanta alharaca con tintes chauvinistas?
La clave para entenderlo es el modelo económico. Histórica y políticamente, en Panamá se ha privilegiado al sector terciario o de servicios —incluyendo comercio, finanzas, comunicaciones, turismo, etcétera— a expensas del agro y la industria, alimentado por la vocación transitista institucionalizada desde la colonia. Al beneficiarse del Canal, la economía aglomera servicios como banca internacional, la Zona Libre de Colón, la plataforma de logística, las banderas de conveniencia, una economía dolarizada, y servicios auxiliares, construyendo una economía relacional de servicios intermediarios. Esto, de nuevo, para beneficios de unos pocos y no la nación como conjunto.
Panamá ha sido uno de los países de mayor y más consistente crecimiento económico en América Latina, pero la recaudación tributaria como porcentaje del PIB para el año 2019 era una de las más bajas de toda la región: 14.1 por ciento, solo por encima de Paraguay, República Dominicana y Guatemala. Eso, entre otras cosas, hace que se mantenga como uno de los diez países más desiguales del mundo: dificulta enormemente la inversión en políticas públicas redistributivas.
Quienes más ganan con las principales actividades económicas —como las offshore, entrelazadas con el resto de los pilares de la economía nacional por medio del sistema bancario y legal— son quienes menos pagan, complicando la implementación de políticas en beneficio de ese conjunto. Pero son, también, las voces con ecos más poderosos.
El de las offshore es un tipo de servicio que, aparte de a quienes se dedican a constituirlo y venderlo, beneficia a los más ricos y poderosos. Pagan menos impuestos o desvían dinero público, facilitando la acumulación de riqueza transnacional a expensas de la recaudación para el cumplimiento de las obligaciones de los estados hacia su población. Eso tiene un impacto tremendo en la desigualdad global. Tanto como que en vez de un hospital en su país para atender ciudadanos en pandemia, un político construya un edificio fuera de él y para sí mismo.
El desarrollo de los paraísos fiscales se puede trazar en tres etapas principales, como explican Palan, Murphy y Chavagneux en el libro Tax Havens: How Globalization Really Works. La primera cubre desde las últimas décadas del siglo XIX hasta los años veinte y treinta del siglo XX, cuando surgen la mayoría de los instrumentos que conocemos de estas jurisdicciones, como las sociedades anónimas, y la flexibilización de las leyes fiscales en Estados Unidos, Reino Unido y Suiza. Justo en esa época Panamá desarrolló el registro marítimo y el abanderamiento de barcos, así como la seminal ley de sociedades anónimas de 1927. La segunda etapa fue desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta el inicio de los setenta, cuando Suiza y otros estados empezaron a crear regímenes offshore como una estrategia deliberada de desarrollo. Aquí sancionamos la ley de secreto bancario en 1959 y, un poco después, creamos el Centro Bancario Internacional. Allí comienza la tercera etapa, que se extendió hasta finales de los noventa con una proliferación intensa de paraísos fiscales, centros financieros offshore y demás jurisdicciones de esta naturaleza, acompañada de la magnitud de los activos financieros que son canalizados por ellas.
¿Cómo pudo avanzar la conformación de un sistema diseñado para evadir cualquier control y, así, garantizar privilegios como no pagar impuestos o esconder dinero malhabido o dudoso a millonarios del mundo entero?
Todo privilegio necesita la construcción de un relato, y los servicios offshore tuvieron el suyo. La historiadora Vanessa Ogle, especialista en capitalismo global y paraísos fiscales, ubica los comienzos de éste en el siglo XIX, con el surgimiento del capitalismo de bienestar en Europa Occidental, Estados Unidos y el proceso de descolonización en el Sur Global. ¿Qué pasó? Por un lado, las economías de guerra requirieron políticas con mayor intervención estatal y mayores cargas impositivas, que los poseedores de grandes fortunas buscaron evadir. Por otro lado, las colonias de estas mismas economías se independizaban, constituyendo nuevos estados nacionales en Asia y África, por lo que las élites que hicieron su dinero a costa de la explotación colonial diseñaron maneras de mantenerlo ahí, para evitar pagar los crecientes impuestos de la metrópolis.
Todo eso terminó en esto que mostraron los Pandora y Panama Papers: una economía política internacional paralela gracias a una suerte de archipiélago jurídico, un mundo aparte donde los ricos zafan de unos estados cada vez más fuertes que pretenden cobrarles impuestos para fortalecer la inversión pública y, con eso, la distribución.
Aún hoy las jurisdicciones offshore —más de 100 en el mundo— contribuyen enormemente a la desigualdad de riquezas dentro de países y entre países. En su libro The Hidden Wealth of Nations, el economista Gabriel Zucman estimaba que en 2015 aproximadamente el 8 por ciento de la riqueza financiera global, o 7.6 billones de dólares, estaba escondido en países con regímenes jurídicos y bancarios más permisivos, con el objetivo de eludir a las autoridades tributarias de sus respectivos países. Si esto es, entonces, un problema global, ¿por qué nuestro foco en Panamá?
La designación de países como “paraísos fiscales” en listas oficiales de estados nacionales y de organismos internacionales es, indudablemente, un hecho político que debe ponderarse en las relaciones de poder a escala internacional. Tiene potenciales consecuencias económicas, reputacionales y obliga al estado a dedicar esfuerzos para mejorar su imagen. No obstante, existe un evidente doble estándar: Panamá es un país pequeño que se encuentra en desventaja ante las grandes economías globales. Además, como si no fuera poco, Estados Unidos es el paraíso fiscal más grande del mundo. Pero este no es el punto.
El aprendizaje directo de los Panama o Pandora Papers es que los servicios offshore y los paraísos fiscales son un problema mucho más grande que Panamá. No porque otros países también participen en los regímenes de similar o aún mayor flexibilidad, sino porque apunta a temas medulares de la desigualdad global, la justicia tributaria y la democracia. Pero parece que no queremos hablar de eso.
Uno de los aspectos más notorios de las elecciones de 2019 fue la virtual ausencia de los Panama Papers en la campaña electoral. Ninguno de los debates presidenciales profundizó en el tema y tan solo uno de los planes de gobierno lo mencionó y sólo por las dimensiones reputacionales. Una politización de los temas financieros y tributarios, constantemente relegados al reino de la tecnocracia, alejadas del control democrático, es imposible sin actores que lo sitúen como parte de la agenda. ¿De qué lado se posicionará Panamá ahora ante sí mismo y el mundo?
About the author
Politólogo panameño, Juan Diego lleva rato obsesionado con las ideas políticas y sus representaciones en los sistemas de los países. Profesor universitario desde 2017, es maestro en Democracia y Política Comparada por la University College London y ha dictado los cursos de Ciencias Políticas y Teoría de la Democracia. Miembro de la Latin American Studies Association (LASA), la International Political Science Association (IPSA) y de la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política (Alacip). Para Revista Concolón, reflexionó y escribió sobre las desigualdades y las voces ausentes en las discusiones que impone la pandemia en Panamá.