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La policía es una presencia constante y sonante en el barrio. Los vecinos la llaman 'gobierno.' | Foto: Risseth Yanguez.

Durante la pandemia crecieron las denuncias de abuso policial en Curundú. Una investigación pone de relieve el rol de la empresa brasileña detrás de la formación de la policía panameña.

La gente acá está cansada de la policía.

Dijo Yineth cuando le pregunté por las muestras de cine que organiza junto a un grupo de jóvenes en Curundú. Lo primero que pensé es que quizás mi conexión era muy mala y ella no me había entendido.

Te preguntaba —repetí—, ¿qué opina la gente de la carpa y las películas?

Contestó lo mismo:

La gente está cansada de la policía.

Yineth —24 años, un torbellino de fuerza afro— nació en el barrio y no se confunde: desde que se desató la pandemia, los casos de abuso policial en Curundú no dejaron de dispararse. Llegaron a tal punto que la gente decidió hacerse oír y colgaron dos pancartas en una de las torres del barrio. Una decía «NO al abuso policial» y la otra «Basta de abuso policial». Utilizaron viejos potes de pintura en aerosol que dejó una grafitera tiempo atrás luego de pintar un mural.

¿Cuál fue la respuesta de la policía? Más abuso.

Comandos de elite de la policía, que en el barrio se conocen como encascados —mezcla extraña de lince con antimotín—, llegaron por la noche y los quitaron. Los vecinos no se dejaron y volvieron a la carga: pintaron otra. Como un juego del gato y el ratón, en la noche los encascascados volvieron a quitarla. La tercera vez las vecinas le gritaban a los policías que grabarían todo y los vencieron con sabanillas de bebé: usaron la tela para una nueva pintada: «Basta de abuso policial». Los uniformados se dieron por vencidos.

Pero, ¿qué pasaba en el barrio que, justo cuando el país se alarmaba por el aumento de casos de Covid y el confinamiento, solo se hablaba de la policía? La violencia en Curundú es de vieja data. Y la respuesta del Estado para acabar con ella, también. Una multiplicación de violencias que en los últimos años se inspiró en políticas que nacieron en otro país y llegaron a Panamá de la mano de Odebrecht.

De película

Yineth es nacida y criada en Curundú, donde también nació su madre y donde su abuela llegó a finales de los 70´s, dejando atrás sus tierras costeñas en Colombia. Como en su caso, la mitad de los niños allí son educados solo por mujeres a quienes todo les pega el doble: el desempleo, la pobreza, etc.

En una comunidad que vive las consecuencias de décadas de violencia, Yineth es un caso excepcional. Con 24 años, rompe los moldes del prejuicio que por lo general se tiene sobre el rincón que habita: estudia Administración Pública en la Universidad de Panamá, realiza monitoreos sobre Derechos Humanos y además es promotora cultural.

En 2019, se alió a la fundación Mente Pública para hacer talleres de cine en el barrio y, luego de los primeros, entendió que el arte podría ser un buen vehículo para darle alternativas a la gente joven y entretenimiento a los vecinos. Ese mismo año había nacido, luego de muchas conversaciones e intercambios con los vecinos, el proyecto de la carpa de cine: un espacio de cine comunitario para ver películas y aprender a filmar, que se hizo así por decisión de los propios vecinos. Así, en el barrio que el país mira de reojo se abrió un espacio de creación y cultura que nadie esperaba.

La gente está emocionada con las actividades de la Carpa —dice Yineth—. Cuando me ven por la calle, me dicen “la Carpa de Cine” y las mamás siempre me preguntan que cuándo hay otras actividades.

Ese entusiasmo llevó a Yineth a filmar.

Una proyección de películas en la Carpa de Cine de Curundú. | Foto: Risseth Yanguez.

«Ven te invito a entrar» es un cortometraje producido por ella y hecho por gente curundeña, en el que cuestionan y desmienten lo que fuera del barrio se repite como en loop: Curundú tierra de parásitos que viven gratis.

Lo estrenaron en julio de 2019 en una muestra de cine organizada en la Carpa de Cine. La cartelera incluía películas nacionales e internacionales y las proyectaron a un costado de la Junta Comunal, en una estructura de metal sin techo y con una tela blanca bien extendida. El lugar se llenó de niños y niñas contentas. Pero para ser Curundú, las cosas no podían ser ni tan fáciles ni tan lindas.

En la noche, justo cuando la actividad estaba por arrancar, llegó la policía vociferando: “Hay muchos niños aquí, dónde están los papás de esos niños, dónde está el permiso de la alcaldía, deben tener una póliza de seguro porque están trabajando con niños”.

En Curundú, como en Colón y otros barrios empobrecidos de Panamá, a la policía le dicen gobierno. No es casual: si usted llega a Curundú de visita o para participar de alguna actividad, debe avisar a la policía. Las rondas son permanentes y la presión sobre las y los jóvenes es total.

En un cumpleaños de Yineth, la policía irrumpió en su casa violentamente para detener a su primo por tener el pelo amarillo.

Habían robado en no sé qué lugar y fueron a Curundú a buscar al ladrón —cuenta Yineth—. Mi primo estaba con camisa y pantalón de vestir porque veníamos de un quinceaños. Se iban a llevar al muchacho, mi mamá les cayó, les cayó mi tía y yo iba a grabar porque le iban a pegar a mi mamá, pero apenas yo saqué el celular el policía me echó gas pimienta en la cara. Cuando me desperté, yo estaba en el hospital.

Llegó la pandemia y todo se puso peor.

Mientras todos piensan en Curundú como una especie de lejano oeste tropical donde el sonido de las balas es la música del barrio, aquí es otra cosa. Lo que se escucha es la melodía de voces infantiles gritando: arroz con leche, pesá de nance, pan, tamales, piña con culei, mangotin, dulces, donas.

Aquí casi todo el mundo vive del día a día —dice Yineth.

La pandemia encerró a Curundú: no hay ni trabajo, no hay ni negocio. Entre vecinas y vecinos se comparten la comida y hacen vacas para pagar la luz y el internet. Los estudiantes se pasan de torre en torre para prestarse los celulares, las computadoras o el internet. Las cosas se pusieron feas por la falta de plata y, peor, se multiplicaron los policías en las calles, que se les echan encima cuando salen, están en sus casas o protestan para pedir el bono solidario.

Un joven incumplió la cuarentena y lo detuvieron. Le dieron una golpiza y le pusieron una multa de 150 dólares. Otro joven estaba en la Torre conversando con sus vecinos: entre varios uniformados lo acorralaban contra la pared mientras tenían en brazos a un bebé. La gente filmó todo, compartió el video en redes y, por esa presión, lo soltaron.

Una joven salió a las 12, media noche, a buscar a su hermana menor porque aún no llegaba a casa. Unos policías la pararon, ella les explicó que buscaba a su hermana: «Eso es mentira tuya, tú vas a ir a donde tu marido a tirar tu polvo», le dijeron los policías. La detuvieron por incumplimiento de la cuarentena y la Juez de Paz le dijo que si no podía pagar la multa quedaría detenida por 48 horas. Luego de todo el procedimiento de encarcelamiento, la hicieron desnudarse solo por pedir usar el baño.

Una niña de 12 años fue sacada a la fuerza de su casa: la arrastraron y la llevaron al cuartel.

Un joven estudiante de sexto año salía a las 6 a.m., para hacer la tarea en casa de una compañera porque él no tiene computadora. Iba caminando por los edificios que están detrás del cuartel, la policía lo paró, él les explicó. Lo llevaron detenido por incumplimiento de la cuarentena.

La Navidad en Curundú fue noticia. Disparos, detenciones, violación de la cuarentena. Desde ese día la policía dominó las calles, comandos elites acosaban a los vecinos, se dieron fuertes operativos en todo el barrio y las autoridades de salud salieron a dar sanciones morales contra los curundeños.

Desde el inicio del confinamiento se estigmatizó a la gente indisciplinada, la gente que hace parkin. En Panamá se crearon las condiciones para justificar o aumentar la presencia policial en las áreas marginadas”, dice el sociólogo Fernando Murray, que ha elaborado investigaciones y propuestas para el desarrollo de políticas criminológicas, estudiado científicamente la criminalidad y una efectiva prevención del delito y la violencia.

Yineth protestó por los reiterados abusos de la policía y también realizó monitoreo de derechos humanos en el barrio. Las solicitudes de información a la policía, la Defensoría del Pueblo, la Casa de Paz y las denuncias que ha presentado, han quedado en la bandeja spam de los correos institucionales.

La Carpa de Cine es un espacio seguro para la comunidad, gestionado por los propios vecinos. | Foto: Risseth Yanguez.

En julio del 2020, el equipo de monitoreo de derechos humanos solicitó a la Defensoría del Pueblo una inspección en las Torres de Curundú por los reiterados casos de abuso policial. Aún no han ido.

En agosto del 2020, la Defensoría del Pueblo solicitó a la Policía Nacional (PN) que hicieran investigaciones por las reiteradas denuncias de abuso policial en Curundú. Aún no han respondido nada.

En octubre de 2020, desde la Defensoría indicaron a Concolón: “No ubicamos estudios de la Defensoría del Pueblo sobre abuso policial”. Y todavía no hay interés en investigar sobre el tema.

Una cosa que agravó la situación fue que antes de la pandemia a las unidades policiales de aquí se los llevaron a Colón y los de allá vinieron para acá —dice Yineth—. Eso fue malísimo.

El traslado de trabajadores de los estamentos de seguridad es una práctica común que afecta las condiciones laborales y genera más hostilidad en los barrios. Pero ese detalle del traslado de policías de Colón a Curundú develó un secreto: son los barrios más pobres, más peligrosos y que han sido intervenidos por el gobierno para realizar mega obras de viviendas sociales. ¿De la mano de quién? De Odebrecht.

En el corregimiento de Curundú, en la Ciudad de Panamá, se produjo una experiencia singular dice un informe de la Red de Seguridad y Defensa de América Latina / RESDAL. Una unidad antimotines había sido desplegada en zonas de cierto nivel de conflictividad y presencia de pandillas. En septiembre de 2011 la empresa privada brasileña Odebretch, que estaba por desarrollar un complejo habitacional en el barrio, por motivos de seguridad para llevar adelante sus operaciones contactó con el Ministerio de Seguridad Pública, y ofreció dentro de su programa de responsabilidad empresaria proveer las facilidades para instalar una unidad de policía comunitaria en reemplazo de la unidad antimotines. Una primera operación policial llevó adelante una acción represiva”.

Captura del informe de la Red de Seguridad y Defensa de América Latina / RESDAL.

Odebrecht, la empresa que pagó sobornos millonarios a políticos de Latinoamérica y cobró sobrecostos irrisorios por las obras que consiguió gracias a ellos, construyó edificios deficientes y orquestó la lavada de cara de la policía del abuso en Curundú.

En un tuit del 10 de diciembre de 2012 la PN presentó públicamente a la la Unidad Preventiva Comunitaria (UPC): “Trabajando juntos por una comunidad en armonía», decía. La UPC es la versión panameña de la Unidad de Policía Pacificadora de la Policía Militar que opera en las favelas de Río de Janeiro: un grupo para prevenir conflictos, garantizar que los niños vayan a la escuela, promover el deporte y la cultura, según indicó la propia PN. .

Entre agosto y septiembre de 2012, un grupo de 160 policías viajó hasta Brasil para recibir formación para implementar el programa en Panamá. Fue así como Odebrecht se convirtió no solo en una empresa de construcción, sino también en la cabeza de la gestión social de los barrios donde operaba. El Estado panameño le cedió decisiones sobre política de seguridad y asistencia comunitaria.

El gobierno hizo propagandas donde se veían policías felices abrazando niños, tenían boinas celestes y un distintivo colgando del uniforme. La PN compró 150 unidades de pistolas taser y casi todo el lote fue destinado a la UPC Curundú. Anunciaron la salida de los antimotines del barrio pero el Jefe de la Unidad de Control de Multitudes pasó a ser el jefe de la versión comunitaria del control. “Hay una ambivalencia de funciones. El policía que está jugando con los niños, a veces es el mismo policía que en la noche está correteando delincuentes”, señala Murray.

La UPP de Brasil empezó funciones en el 2008, ha sido muy criticada por la ocupación militarizada de las favelas y también por la conveniente relación con la realización de megaeventos como los XV Juegos Panamericanos y la XXXI edición de los juegos Olímpicos, además de importantes procesos de renovación y transformación urbana.

No es sano crear un bloque policial que con su presencia lo que hace es militarizar la zona. Eso no es prevenir, eso es disuadir: se disuade la criminalidad y así es posible crear un ambiente que garantice que las estadísticas para que X o Y delito no aumenten, pero se criminaliza a la población de un lugar”, dice Murray. En Curundú, entre el 2012 y el 2017 disminuyeron los homicidios como un número cuantitativo en las noticias, pero, como dice Murray, en el fondo operan situaciones cualitativas terribles como el aumento de la presencia policial y las detenciones arbitrarias.

En el 2012 se efectuaron 291 detenciones; en 2013, 1058: la mitad de ellas, el 51 por ciento, por deambular a deshoras. La última cifra registrada es del 2017: 1242 detenciones, el 49 por ciento de ellas por capturas en batidas. Mas batidas, más policías, más presos pero menos delitos. Las unidades especiales, cuando tienen mucha presencia en los barrios, negocian con las bandas para disminuir delitos y hacen rondas para meter presos haciendo de cuenta que trabajan: necesitan mostrar resultados. Con la presencia de la UPC en Curundú se vendió la idea de que hay un control policial, pero en el fondo hay abuso y exceso de fuerza policial. Eso, para Murray, se concreta en “mecanismos de contención como el toque de queda, que son arbitrarios, se ejecutan más allá de la ley y de lo que todos estamos siendo objetos en medio de la pandemia. Hay excesos fuera de todo derecho”.

El Estado es la entidad que tiene que mediar en los procesos de debilitación social de las comunidades, pero en Panamá las cosas no funcionan así. Acá los empresarios imponen sus programas de seguridad ciudadana. “Muchas empresas son parte del Observatorio de Seguridad de la Cámara de Comercio y Odebrecht participaba en esas reuniones hace unos años atrás”, dice Murray, que trabajó como asesor del Observatorio.

La renovación impulsada por el expresidente Ricardo Martinelli y ejecutada por Odebrecht, no solucionó los problemas. | Foto: Risseth Yanguez.

Los proyectos de Odebrecht tienen dos características: grandes pagos de coimas y lavado de imagen a través de la gestión social. Este modus operandi fue denunciado por líderes sociales mucho tiempo antes de que estallaran los escándalos de corrupción. Una de esas activistas fue Yadira Pino, docente y dirigente sindical de la Federación de Trabajadores de la Educación. “Odebrecht aplicó un formato en el cual la empresa hacía contacto con pandilleros, expandilleros o personas que estaban asociadas con la delincuencia para que permitan que las obras se realicen”, dice Pino, y enseguida explica cómo lo hizo: “Lo desarrolló a través de su mecanismo de responsabilidad social empresarial en el caso de proyectos como la Renovación en Curundú, la Cinta Costera, la Renovación en Colón”.

Odebrecht a través del Ministerio de Seguridad Pública instaló la UPC en Curundú. Una empresa privada extranjera juega el rol del Estado panameño: decide y financia su propio programa de seguridad ciudadana. Ese esquema de trabajo dirigido al control de las pandillas a través de ONGs, convenios, programas etc., no solucionó el problema: generó una especie de lobby basado en el reparto de dinero.

En Panamá Odebrecht no ha recibido ningún tipo de sanción en firme y nunca se calculó la cuantía de los daños ocasionados al Estado. La supuesta forma de reparación de la corrupción en Panamá es un mecanismo de corrupción escudado en la palabra ‘acuerdos’: una multa de 220 millones de dólares. Ahora, la gigante brasileña que hizo obras con sobrecostos de más de 1,818 millones de dólares en el istmo, se cambió el nombre a Novonor.

Mientras tanto, en la carpa de Cine de Curundú, se reactivan de a poco las actividades culturales para el barrio, con la sensación de que en cualquier momento puede caer la policía con ánimos de recordar que son el gobierno.

* Esta historia fue editada por Guido Bilbao en el marco del taller Pensar el futuro/Contar Panamá, de Concolón en alianza con Ciudad del Saber, CREHO, PNUD Panamá y CIEPS.

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About the author

Aniela Agnieszka Herrera

Colonense, Aniela creció en Calle primera en la multi 1005, con el mar de frente y escuchando en la televisión que ella y sus vecinos eran unos revoltosos. Aniela sabía que mentían. La primera vez que sintió el olor a lacrimógenas tenía 8 años, estaba en su casa y afuera reprimían al movimiento de desempleados de Colón. Estudió Derecho y cuando a los 19 años vio en Plaza Catedral al pueblo Naso defendiendo la tierra, se convirtió en activista por los derechos humanos. Para Concolón, contó cómo la policía entrenada por una empresa corrupta reprimió a los vecinos de Curundú en pandemia.

Aniela Agnieszka Herrera
Aniela Agnieszka Herrera
Colonense, Aniela creció en Calle primera en la multi 1005, con el mar de frente y escuchando en la televisión que ella y sus vecinos eran unos revoltosos. Aniela sabía que mentían. La primera vez que sintió el olor a lacrimógenas tenía 8 años, estaba en su casa y afuera reprimían al movimiento de desempleados de Colón. Estudió Derecho y cuando a los 19 años vio en Plaza Catedral al pueblo Naso defendiendo la tierra, se convirtió en activista por los derechos humanos. Para Concolón, contó cómo la policía entrenada por una empresa corrupta reprimió a los vecinos de Curundú en pandemia.