Los países que cuentan con fuerzas militares en la región están cerrando la década sentando un precedente grave de regresión autoritaria y militarismo. En todos estas naciones, los presidentes han aparecido flanqueados por los militares intentando sofocar las crisis institucionales que se han presentado en distintos momentos. El Istmo enfrenta una nueva relación entre fuerzas armadas, liderazgos políticos y civiles. Este es un viaje a la Centroamérica con un pasado militar escabroso, pero que todavía pesa. El relato colectivo de una reconfiguración militar cuya garra aún cala hondo en las frágiles democracias centroamericanas.
Guatemala: Inteligencia y seguridad ciudadana
Por Luis Ángel Sas
En 1986, el abogado Vinicio Cerezo se convirtió en el primer presidente civil en llegar al poder en Guatemala después de 30 años de gobiernos de militares o bajo el poder del Ejército. Fue el inicio de la época democrática moderna en Guatemala. Pero los militares nunca se fueron a cuarteles del todo.
Dos años después, en 1988, intentaron dar un golpe de Estado a Cerezo. El cabecilla de ese movimiento fue el mayor Gustavo Adolfo Díaz López, entonces detenido y después expulsado del Ejército. En el 2019, 31 años después, reapareció y ahora es uno de los principales asesores en seguridad del presidente Alejandro Giammattei. El ejemplo de Díaz López muestra como el Ejército se recicla y permuta, para permanecer en el centro mismo del poder político. Incluso colocando un presidente: Otto Pérez Molina.
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El Salvador: de soldados rasos a una élite política
Por Carmen Valeria Escobar
El 9 de febrero de 2020, cuando el presidente Nayib Bukele usurpó el órgano legislativo salvadoreño con la excusa de exigir la aprobación de un préstamo para equipo de seguridad para policías y fuerzas armadas, se amalgamaron dos procesos en este pequeño país centroamericano: la militarización y la religión.
El primer proceso, con sus pausas y sus obstáculos, inició a principios del siglo XX, cuando las oligarquías cafetaleras le dieron a la Fuerza Armada (FAES) privilegios que le permitieron dejar de ser simples soldados para transformarse en una élite política. Todo esto se cristalizó cien años después, con Bukele haciendo algo que nunca se había visto en la historia del país: sentándose en la silla del presidente de la Asamblea Legislativa rodeado y protegido por militares.
Bukele se subió a la tarima junto al jefe del Estado Mayor Presidencial, el Coronel Manuel Antonio Acevedo. En su discurso, el mandatario le pidió a las aproximadas 5 mil personas —que su partido, Nuevas Ideas, llevó a la plaza— a que pensaran en sus familiares muertos. Culpó a los diputados por negociar con la “sangre del pueblo” y no aprobar, cuando él quiso, el préstamo de 109 millones de dólares destinados a equipo de seguridad. Lo que en un inicio fue fiesta, mutó a un grupo de gente extasiada, exigiendo lo que el presidente les pidió que exigieran: la insurrección.
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Honduras: el poder de las botas
Por Thelma Mejía
En el 2007, los militares abandonaron las barracas para incursionar de nuevo a la palestra pública del poder político en Honduras. Fue durante el gobierno de Manuel Zelaya Rosales, luego de que les designada la administración de la estatal Empresa Nacional de Energía Eléctrica (ENEE). El gesto de confianza de Zeleya se le volvería en contra dos años después: el 28 de junio de 2009 los militares hicieron un golpe de Estado.
Entonces, el poder de las botas llegaría para quedarse. Hoy son actores claves de las decisiones políticas. Ningún gobernante da un paso sin consultarles o tomarlos en cuenta, mientras ellos no dudan en recordar que son el “equilibrio” del poder y los “garantes” en su alternabilidad, pues tienen la función constitucional de la custodia de las urnas en época electoral, cada cuatro años.
Atrás quedó el proceso de desmilitarización de la sociedad iniciada en los años noventa. El golpe de Estado tumbó ese proceso y ahora ellos, sin estar al mando directo de la Nación, gobiernan tras el trono como lo fue desde la década de los ochenta.
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Nicaragua: Una bomba de tiempo
Por Wilfredo Miranda Aburto
El Ejército de Nicaragua tiene una bomba de tiempo incrustada en su seno: El general Julio César Avilés. El 22 de mayo, la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC) del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos sancionó a Avilés en su calidad de jefe de la institución militar. Washington lo señala por estar “alineado políticamente” con el presidente Daniel Ortega, y por negarse a desmantelar los grupos paramilitares afines al régimen. La sanción era percibida como poco probable, si se toma en cuenta que el Ejército ha tratado de mantener “distancia pública” de la brutal represión desatada contra la ciudadanía en 2018. Sin embargo, en la práctica, las omisiones y varios casos de violaciones a los derechos humanos atribuidos a los militares, sitúan en una encrucijada a la institución castrense. ¿El Ejército va a atar su destino a la suerte que corra el cuestionado régimen de Ortega?
Las sanción fue en calidad personal para el general Avilés, un militar al que Ortega ha prorrogado en tres ocasiones en el cargo y que puso en entredicho la naturaleza “apolítica” que la alta comandancia dice profesar. Pero expertos interpretan esas sanciones como una advertencia inmediata a la comandancia del Ejército: si siguen alineados con Ortega, la próxima sanción podría ser para la institución como tal, al igual que ocurrió con la Policía. Y el Ejército tiene bastante que perder.
Los militares son dueños de un entramado económico que podría verse afectado duramente por una eventual sanción institucional. Los uniformados cotizan en la bolsa de valores norteamericana y sus negocios son fructíferos. Pero una sanción institucional también afectaría el peso que el Ejército, sin duda, juega en el ajedrez de la política nacional. En el papel que los militares puedan asumir en una eventual transición política, en especial para desarmar los grupos paramilitares, pese a que actualmente no los reconocen.
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Costa Rica: una rareza de costo-beneficio
Por Álvaro Murillo
En mayo de este año, en plena pandemia de COVID-19, la reconocida líder ambientalista Christiana Figueres fue la invitada especial en el acto de formalización del primero de diciembre como fiesta nacional en Costa Rica por la abolición del Ejército. Siete décadas después de haber sido eliminado, la formalidad costarricense aún digiere el significado de aquella decisión que se tomó con fines más políticos que pacifistas.
“La decisión de abolir el ejército fue un valiente rompimiento con el status quo que teníamos y que ya había agotado su beneficio”, resumió Figueres, hija del político que en 1949 formalizó la abolición del Ejército y que encauzó al país por una ruta de desarrollo que depararía altos niveles de estabilidad política y progreso social.
Costa Rica es ahora el país más estable de Centroamérica y una de las democracias más consolidadas del continente americano, con un sistema de bienestar social y un entramado institucional que predomina por encima de los anhelos y antojos de los gobernantes del momento. Las explicaciones pueden ser variadas y dependen de la lente ideológica, pero pocos factores generan tanto consenso como los beneficios de la decisión de José Figueres de abolir aquel ejército que le representaba más un lastre que un activo. Y al país, se pudo concluir tiempo después.
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