Para combatir el Covid-19 Panamá fue uno de los pocos países que optó por una medida sin precedentes: decretar una cuarentena por sexo. Apuntes de cómo la pandemia agudizó la violencia machista y la transfobia de la Policía Nacional
Nunca imaginé un mundo sin hombres. Las distopías literarias que tanto me gustaba leer en mi adolescencia, donde había chicas que lograban salvar al mundo, tampoco me prepararon para esta nueva realidad: un virus que hace lo suficiente para mantener al mundo cautivo y que ha llevado a este pequeño país,a decidir que una de las maneras de controlarlo es dividir a la población por su sexo: desde hace poco más de un mes los hombres pueden salir unos días y las mujeres otros. Así, en blanco y negro. Pero, como en todo, hay sus excepciones y las dos horas de libertad para comprar los esenciales no son un viaje a una realidad alterna donde en las calles panameñas solo encuentras personas de tu mismo sexo. Es mi tercera ida al supermercado desde que inició la cuarentena por sexo y encuentro, a pocos metros de mi casa, un retén. Seis policías, tres de cada lado de la calle, solicitan documentos para asegurar que quienes transitan en la vía lo están haciendo dentro de sus dos horas permitidas. Debajo de la mascarilla siento cada respiro ensordecedor. El aire entra y sale y aunque mis pulmones se expanden tengo la sensación de que nunca logro respirar realmente bien. Creo que no respiro bien desde que esto empezó. Sostengo mi documento de identidad, asegurándome de no tapar el último dígito, el que determina la franja de tiempo en la que puedo salir. El policía me pregunta algo que a través de su mascarilla celeste, no comprendo. Pregunta de nuevo y sigo sin entender.
—¿Cómo estás? —, me dice cuando sus palabras por fin tienen sentido.
—Bien —respondo sin ganas de entablar una charla.
—Qué ojos tan bonitos tienes, ¿de qué color son? —insiste el uniformado. No contesto.
Sigo adelante hasta llegar al supermercado, donde casi todas somos mujeres. Todas con rostros tapados por mascarillas de distintos tipos. Todas tensas y apuradas. En cada par de ojos noto la misma determinación de conseguir lo necesario para regresar a casa. Me pongo en la fila de la carnicería. Aunque ninguna otra nación estaba haciendo esto para luchar contra el mismo mal, acá nos gusta inventar. Solo Bogotá nos siguió el ejemplo por un tiempo, aunque ya desistieron. Pero acá seguimos, somos todo o nada. Sin consideración para los grises.
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Barbara Delgado ya no va al súper. No sale de casa desde hace un mes. Está aterrorizada. No le teme al virus: le teme a la policía.
El primer día de la cuarentena por sexo salió de su casa en Panamá Oeste, temprano, tipo 8:00 a.m. Se vistió normal, con una blusa crema y pantalones, su cabello recogido en una cola alta. Se aseguró de tener sus documentos, las llaves de la casa y sobre todo, su salvoconducto: el documento que permite la movilización fuera de las dos horas diarias permitidas. Debía caminar una cuadra para llegar al Centro de Salud, donde es voluntaria.
Salió de su casa y de la nada, el miedo: un oficial la vio pasar y le pidió documentos. Ella se los dio y también el salvoconducto. El policía los miró con recelo y le dijo que estaba a deshora y que debía regresar a su casa.

Bárbara Delgado no quiere salir a hacer compras desde que la policía la detuvo en La Chorrera.
Bárbara no discutió: una vida como mujer trans en las calles panameñas la han vuelto precavida.. Pero antes de que pudiera irse, de la patrulla que estaba estacionada bajó una oficial mujer que le volvió a pedir su cédula.
—Pero si tú eres un hombre, tú no debes de salir. Hoy solo salimos las mujeres, como yo, las verdaderas.
—Yo también soy una mujer aunque mi documento no lo diga —se defendió ella sintiendo una especie de temblor en el cuerpo, un presagio de lo que vendría.
No sirvió de nada que explicara que ayuda a repartir alimentos a familias de escasos recursos. Se la llevaron detenida al cuartel de la policía.
Lo que vino después fue un ejercicio en humillación. Primero llegó un subdirector,arrogante y malencarado. La miró de arriba abajo y le dijo en tono amenazante.
—¿No te da vergüenza?
Luego llegó el Juez de Paz, la autoridad que en su corregimiento debe prevenir y sancionar actos que alteren el orden público, y le repitió lo mismo.
—¿No te da vergüenza?
La tuvieron algunas horas encerrada y luego la dejaron ir. No antes de pagar una multa de 50 dólares. «Salí muy desbaratada. No lo puedo negar. Nadie sale reído de una cárcel y más si sabes que te han violado tus derechos», recuerda.
Las organizaciones de personas transgénero en Panamá habían levantado la voz de alarma desde el momento en el que la cuarentena por género había sido anunciada. Sus peores preocupaciones fueron confirmadas por la realidad. En estos 38 días de cuarentena de género Bárbara no ha sido la única persona transgénero que sufrió discriminación. Un reporte de Human Rights Watch documenta nueve casos de mujeres y hombres transgénero que, al salir de sus casas a comprar lo esencial, no solo se les negaba la entrada al establecimiento sino que recibían burlas y abusos por su apariencia. En la mayoría de los casos de parte de policías, como le sucedió a Bárbara, o de parte del personal de seguridad y cajeras.
El reporte de Human Rights Watch concluye que son necesarias políticas que protejan la dignidad de las personas transgénero asegurando tres puntos esenciales: que puedan salir el día que corresponde por su identidad de género, que las fuerzas de seguridad les respeten y que exista un procedimiento formal mediante el cual denunciar que han sido víctimas de discriminación.
Si Bárbara sale de casa en el día que le corresponde por su identidad de género, entonces es un hombre que juega a ser mujer, para la policía un delito. Si sale el día que le corresponde por el sexo que marca su cédula —la recomendación oficial de las autoridades— es muy femenina y su presencia, dicen los policías y dependientes, podría incomodar a otros clientes. Así que Bárbara Delgado ya no va al súper. Ni los días que corresponden a las mujeres, ni los días que corresponden a las hombres. El virus que la acosa no desaparece con gel alcoholado.

Ante el peligro de la discriminación en las calles, lo virtual es el único recurso.
La carnicera es una mujer bajita, morena, que refunfuña porque somos muchas acumuladas frente a su refrigerador vacío. Está cansada de repetir lo que no hay. No, no hay pechuga de pollo, ni carne molida, ni chuleta ahumada. No, tampoco hay en la parte de atrás donde un hombre, de vez en cuando, baja el cuchillo con fuerza, fileteando algo fuera de nuestra vista.
Pero ninguna se exaspera por su trato cortante. Todas, detrás de la mascarilla, sonreímos. Una señora, a mi lado, me vira los ojos como diciendo «¿y a esta qué le pasó?» y se va empujando su carretilla en busca de otros víveres. Hay lo que hay y no vale la pena perder tiempo lamentándose. No cuando pronto se nos acaban nuestras horas de libertad del día. Un policía se me acerca y su tono apresurado y tenso me espanta de mis listas y de la música tranquila con la que trato de distraerme: dice que ya llevo mucho tiempo dentro del supermercado y que hay muchas mujeres afuera esperando su turno, que me apure. No se como ha decidido que dentro de todas las que estamos aquí en este momento yo soy de las que debería salir pero le miro, miro la hora en mi celular y le digo que estoy por terminar.
Para pagar hay 5 cajas abiertas, todas atendidas, como de costumbre, por mujeres. El nivel de protección parece depender de cada quien:algunas llevan mascarillas, otras no. Algunas llevan guantes. Algunas te tratan de acercar el punto de pago lo más posible, como para no tocar tus pertenencias si no es necesario. Creo que todas tenemos miedo a lo que no podemos ver, la posibilidad de llevarnos este bicho a casa.
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La carretilla de Zeidy Icaza está llena. Arroz, galletas, avena, leche, porotos, aceite, cloro. Todo multiplicado por cinco, por 10, por 20…depende de cuanta plata logró recaudar. A veces, cuando consigue juntar suficiente, se da el gusto de comprar algunas frutas y vegetales y no siente ansiedad cada vez que la cajera pasa un producto bajo el escáner.
Luego de la compra regresa a Calidonia,al cuarto que hace un mes se convirtió en centro de acopio y desde el cual empaca bolsas de comida para otras mujeres. Mujeres que en su mayoría viven una realidad que ella conoce bien: la de estar en una relación donde tu pareja te violenta.
Zeidy nació en Nicaragua y lleva en su cuerpo las marcas que dejan este tipo de historias. Primero con el papá de sus hijos y luego con la pareja que vino después, un hombre que no reparaba en aplicarle una tripleta de golpes físicos, económicos y emocionales durante los 5 años que estuvieron juntos.
Conoce el encierro, menos literal que el producido por esta pandemia, pero más terrorífico aún: el encierro de sentir que aunque tu pareja te lastime, le necesitas. Que aunque te golpee y te orines del miedo al verlo hecho una furia, no tienes otro lugar a dónde ir. El encierro que viven las mujeres presas de violencia doméstica es, en medio de la cuarentena, doble. Total. Para algunas significa tener en casa a un hombre que en situaciones normales es violento y que ahora, obligado a mantenerse recluido se convierte en un animal de cuidado. Un reporte del Fondo de Población de las Naciones Unidas lo pone así: seis meses de confinamiento podrían significar, mundialmente, 31 millones de casos de violencia de género más. Países como China, Argentina y Reino Unido han visto un aumento significativo de llamadas a las líneas de ayuda para víctimas de violencia doméstica y en París la policía reporta un aumento del 36% en su intervención en casos de este tipo.

Zeidy Icaza moviliza ayuda para mujeres en situación de violencia.
En Panamá las denuncias por violencia al Ministerio Público no han aumentado: en abril de 2019 se registraron 1509 denuncias mientras que este abril 518. Teniendo en cuenta que está prohibido salir a la calle, que no hay medios de transporte y que los juzgados atienden poco y mal, la cifra es alarmante. Lo que sí ha aumentado son las llamadas al Instituto Nacional de la Mujer, que cuenta con una línea de atención para estos casos. Incluso la situación parece agravarse a medida que se acrecienta la cuarentena: en abril se recibieron 163 llamadas de orientación en violencia doméstica, mientras que solo en los primeros 5 días de mayo ya han recibido 84 llamadas por violencia intrafamiliar.
A Zeidy no le sorprende que lo que aumentan sean las llamadas y no las denuncias.
«Si no tienes dinero, un recurso donde estar, ¿cómo empezar de cero en medio de la pandemia?», dice. Está segura de que los números no reflejan la realidad. Los titulares de estas semanas en los diarios de crónica policial parecen respaldarla: «Panamá reporta 4.5 violaciones por día en medio del coronavirus», «Lo aprehenden por agredir a su exmujer», «Hombre arroja gasolina a su pareja y le prende fuego», «Hombre asesina a su pareja y luego se quita la vida en Las Garzas».
Cuando a Zeidy la llaman mujeres que no saben qué hacer ella les repite como una mantra consejos de supervivencia: Que no hablen frente a él, que se encierren en el baño. Que tengan una llave apretada en el puño con el metal saliendo entre los nudillos si tienen que defenderse. Que estén pendiente de los vecinos por si necesitan pedirles ayuda y que tomen fotos, videos, registren conversaciones, tengan pruebas… porque si la cosa escala, si pasa a mayores, juntas van y ponen la denuncia. Hace unos días llegó a ella una chica de 20 años desesperada, buscando hospedaje, porque su esposo había cambiado el maltrato psicológico por los puños y le había dejado los brazos llenos de moretones. Zeidy la recibió en el centro de acopio, le prometió que no le faltaría nada y le aseguró que al día siguiente saldrían al Ministerio Público a poner la denuncia. Pero antes de que eso pasara, la chica se arrepintió. Dónde viviría, quién pagaría los medicamentos de su madre. «Ella me dijo: me tengo que ir porque yo lo necesito a él en este momento, porque a mí me da miedo no tener donde ir, porque lo único que yo conozco es a él», recuerda Zeidy.
La mayoría de los días lo que tiene son llamadas perdidas y decenas de mensajes en el celular. Zeidy se organiza a través de sus redes sociales y contactos para correr la voz y conseguir donaciones. Cuando las consigue, compra lo que puede en el supermercado, arma bolsas de comida y se encuentra con ellas. Para que así, lejos de quien las violenta, puedan sentir, por fin, tranquilidad en medio de esta pandemia… con una bolsa de comida en mano y el apoyo de una mujer que sabe por lo que están pasando.

La cuarentena deja presas a las mujeres víctimas de violencia doméstica.
De regreso a casa, me encuentro el mismo retén. Un oficial, con guantes en las manos, me hace una seña para que me detenga. Todavía siento que debajo de la máscara me hace falta el aire, que se me ha olvidado como respirar sin tener que pensarlo tanto.
Bajo la ventana y le muestro al oficial mi cédula. Es el mismo que me pidió mis documentos hace una hora.
—Ah, si eres tú, la de los ojos bonitos —, me dice.
Creo que sonrío, un reflejo involuntario de esos que se sienten programados. Pero sí sé que piso el acelerador y le dejo atrás, chiquito en mi retrovisor, mientras trata de darme consejos sobre el tráfico. En esta nueva realidad, de mujeres unos días, hombres otros y transgéneros nunca, no me ahoga solo la mascarilla. Se supone que era el día de las mujeres, y que si algo no tenía que aguantar en estos tiempos extraños e inciertos, eran hombres desconocidos y sus comentarios no solicitados.
*Esta historia es parte de una serie de crónicas editadas por Guido Bilbao, en el marco de un proyecto Panademia. Cómo nos cambió el Covid-19.
About the author
Melissa es periodista del colectivo Concolón. Para un ejemplo del poder de las redes sociales en tiempos de COVID-19, esta muestra: Melissa hizo un un tweet buscando testimonios de sobrevivientes de violencia doméstica y un mensaje directo de una mujer la llevó a otra mujer, que la llevó a otra mujer, que la puso en contacto con Zeidy Icaza. Desde el encierro ha producido 2 episodios relatando la pandemia para el podcast Indomables, ha horneado galletas para su cafetería, Mentiritas Blancas, y ha tenido que reprogramar, indefinidamente, su viaje a conocer la aurora boreal.