El 8 de abril de 2019 a María Acosta un dolor la partió al medio. En emergencias creían que era por cálculos en los riñones. Catorce horas de desgarro después, vieron que era algo cercano a lo que ella decía: su ovario había muerto. ¿Qué le pasa cuando le arrancan la fertilidad a un mujer que nunca quiso hijos?
El 8 de abril de 2019 sentí mil cuchillos de carnicero clavándose en mis entrañas. Habían pasado seis meses de mi aterrizaje en Guatemala para coordinar un proyecto de litigio estratégico con mujeres indígenas. En mi nueva casa del nuevo barrio del quinto país en que iba a vivir, no encontraba posición que me calmara. Era un nudo de dolor y espanto.
Ocho horas después, estando en el trabajo, entendí que no podía ser la menstruación pronta a llegar y decidí ir al hospital. Al llegar, con gritos y llorando, pedí una ecografía a los residentes que me atendieron. Ellos estaban convencidos de que eran cálculos en los riñones así que dijeron no. Les avisé entonces lo que sabía: dentro mío algo se moría. Cuatro horas después, me la hicieron.
Con el resultado, el ginecólogo entró como una tromba a la sala de emergencias y, sentado en mi camilla, dijo: “Mamita lo siento, tu ovario ha infartado. Está muerto. Hay una hemorragia y es muy riesgoso”.
Había que operar. Y rápido.
Asentí con la cabeza “está bien”. El dolor era demasiado y no podía pensar, solo quería que terminara. El residente me preguntó si tenía hijos. “No”, dije.
Todo era como en una película. Veía a mi colega Paula, que había llegado a Guatemala dos semanas antes que yo y se montó conmigo en el taxi desde la oficina, caminar y gesticular por la habitación mientras yo me retorcía del dolor. Nunca supe cómo lo hizo pero en media hora teníamos la autorización del seguro basado en Bruselas para que la cirugía varios miles de dólares se realizara. Aún hoy pienso qué hubiera pasado si la autorización no llegaba.
La operación duró una hora y media: una de esas cirugías modernas llamadas endoscopia, con dos cortes pequeños por el que te meten una cámara y el bisturí y casi ni notas que te extirpan varias partes tuyas —un ovario completo, la trompa de falopio, los desechos y la sangre de la hemorragia.
Cuando desperté adormilada por los calmantes, el ginecólogo estaba ahí. Sonreía. Alto, camisa impecable, el pelo gris brillante por la gomina, todo él satisfacción: esos aires de hombre que se sabe con poder.
“Todo está bien —dijo—. No te preocupes por la fertilidad que Dios ha hecho a las mujeres con dos ovarios, para que si no funcionaba uno funcionara el otro”.
No le creí.
Tengo 38 años y en mi vida he hecho todo lo que soñé para mí a los 15: vivo del trabajo de mis sueños, viajo, lidero, resuelvo, voy y vengo de aquí para allá, me enamoro y me desamoro en un pin pan, casi siempre cuando las cosas se complican un poco es que pan. Esa autosuficiencia que ahora reconozco como soberbia, estalló en mi cara como aquel día de abril soleado estalló en mi cuerpo. Era mi cuerpo el que había dicho que no, que no había hecho más que cumplía a rajatabla y con pasión el mandato repetido como un mantra nunca dependas de nadie, menos de un hombre, no seas tímida como tu madre, cree en ti, las mujeres cuando tienen hijos tienen todo para perder.
La globalización y la educación hizo el resto. Crecer en el contexto de la post dictadura uruguaya era el racionalismo y la conciencia crítica de profesores regresando del exilio: siempre pensar nunca sentir. Luego el mundo en nuestras manos: movernos, cambiar de país, de mente, de corazón, de cuerpo, de identidad, de cultura, no tener tiempo nunca. No parar para atorarnos de mundo.
A los 20 y tantos aprendí del feminismo blanco: sororidad, mi cuerpo es mío, yo me pertenezco yo toda yo.
Y de pronto explotar. Que te explote el cuerpo para que implosiones vos. Que mi ovario se ahogue y muera. Que por doce horas me retuerza sola, solísima, en un país que no era el mío, sin nada ni nadie. Que exista una posibilidad de morir ahí, enviando mensajes por WhatsApp, mirando una pared blanca. Que me extirpen la descendencia y me dejen sin creación, sin los hijos que nunca quise.
Después de la cirugía estuve un día internada en el área de maternidad. De noche escuché muchos bebes llorar y, durante las horas de visitas, risas y felicitaciones. Yo lloraba sola. Cuando me dieron el alta salí de la habitación caminando con dificultad, vi en las puertas globos de colores.
Pedí un Uber y me fui a casa.
Diez días después de la operación, volví a ver al ginecólogo de pelo gris brillante por la gomina. Saludó, de nuevo sonriente, se puso los guantes, tocó mi vientre inflamado como un globo y dijo que estaba genial. “Qué maravilla la endoscopia eh, estás nueva ya”, dijo.
Tuve ganas de decirle que no: mi vientre inflamado no es una maravilla y de nueva no tengo nada. Desde la cirugía siento un vacío enorme en el cuerpo, doctor, una ausencia tan desgarradora como el dolor antes de ella. No me he curado, ¿ya debo regresar a trabajar? ¿quince días para sanar este vacío? ¿en serio? Pero no lo digo porque si hablo, lloraré otra vez. Después se para y mira su computadora con las fotos de la cirugía —tres cortes, el ombligo. Firma a las apuradas el certificado médico para el trabajo, me da un sobre, abre la puerta y grita al del laboratorio para que me entreguen los resultados de la biopsia, que ha dado bien. Soy una más en su récord de cirugías exitosas.
El sobre tenía mi nombre. Mientras espero el Uber lo abro: a colores una foto de mi ovario trompa y tumor ocupan casi la mitad del espacio. Deduzco que el ovario es la pelotita pequeña negrísima carbonizada a la izquierda. Me sorprende el tamaño de la trompa de falopio. Es grande y morada, como una antena de televisión de las que antes se ponían en el techo, pero torcida por el viento. De pronto siento que esos muertos son míos, aunque yo no planificara usarlos. No aguanto, voy al baño a llorar. El teléfono empieza a sonar sin parar: es el Uber. Lo apago. Me siento mal. Apoyo las manos en el lavatorio, me agarro fuerte para no caer, pero me caigo. Algo se quiebra en mí, un dolor que se siente ancestral, hondo y más allá del cuerpo. Por primera vez en mi vida la soledad me molesta. Quiero todo lo que nunca quise y lloro, y lloro y lloro, y es un tipo de llanto que no conocía. No me reconozco y de pronto tengo una necesidad nueva: preservar lo que queda, el único ovario sano del que habló el ginecólogo de pelo gris billante por la gomina. Recuerdo que en Panamá, donde viví antes de aterrizar en Guatemala, alguien me habló de congelar óvulos. Decidí ir.
Viajo varias veces entre mayo y julio. La primera vez, la sala de consulta de la clínica me pareció de ciencia ficción: el ovario y el utero en 3D en una doble pantalla gigante, muy hermosos, y el útero. Me hicieron un examen de “conteo de óvulos”, pera dió tan bajo que no se podía contar. Los resultados fueron rotundos: nunca tendré los hijos que nunca quise tener.
No era normal que las reglas me duraran 8 días, que desde los 11 años resistiera las náuseas y los cólicos infernales, que organizara los viajes del trabajo con el calendario a mano, que no saliera de casa los dos primeros que llegaba, que durante años me haya perdido cumpleaños, fiestas y salidas porque no podía estar en pie. No era normal: tenía endometriosis.
El ginecólogo panameño era joven, paciente, con el pelo negro y rizado. Dijo que en la clínica de fertilidad recibía mujeres con este diagnóstico cada día, todos los días. Mujeres que creen que el dolor es natural, que han aguantado, que han sacrificado su calidad de vida, que no han sido ayudadas por nadie, hasta que un día decidieron ser madres y terminaron en una clínica de fertilidad para descubrir que no podían serlo porque ningún médico o padre o pareja había pensado nunca que un dolor que te incapacita cada 28 días era lo suficientemente importante, salvo cuando te impedía procrear.
Luego dijo que las mujeres son víctimas de una gran mentira, esa que perpetúa la idea de que la maternidad se puede postergar hasta más allá de los 40, esa que dice que tenemos tiempo. “No es verdad, la mayoría de los embarazos por reproducción asistida después de los 40 años son por ovo donación”, dijo. ¿Ovodonación? Era la primera vez que escuchaba esa palabra. Me sentí ignorante, luego de años de gritar en las calles por la autonomía sobre nuestros cuerpos, me enteraba que no sabía nada. Mi cuerpo no era mío y toda la vida había pensado que tenía unas opciones que no tenía.
Al salir, no me sentía bien pero regresar a la oficina me ilusionaba. Tal vez mi identidad más fuerte, la laboral, podía llevarme a ser yo otra vez.
Pero tampoco. Una vez en Guate, en mi nueva casa del nuevo barrio, en la nueva oficina, cada día termino agotada, las noches y mi cama como único aliado. Hasta que colapso. Habían pasado dos meses de la cirugía, mi cuerpo estaba sano pero yo no.
Entonces, hice lo que nunca: sentir y hablar. Descubrí que a varias nos pasó lo mismo. Doy con una psicóloga y una ginecóloga de esas “no convencionales”. Ambas tienen una aproximación a la sanación desde el feminismo y eso me gusta.
Poco a poco encuentro respuestas, y a veces más preguntas. Pero el vacío sigue ahí.
Un día el trabajo me llevó a Totonicapán, un punto al sur de Guatemala. Allí conocí a una comadrona maya que me dijo muchas cosas y sugirió que entierre el ovario y la trompa extirpados en mi jardín. No tengo jardín, ni ovario ni trompa, pero de pronto entiendo lo que me dice.
Una noche lo hago: de alguna manera los entierro y los dejo ir. Pongo las manos en la tierra, mi cuerpo vibra. Sobre ellos, poso una flor de alegría. Empiezo a comprar más plantas, muchas más alegrías, y lleno mi apartamento de árboles y verde. Rosas, saludables, preciosas. El ciclo de la vida se manifestaba alrededor mío.

Arte: Sol Charlotte
Ningún tratamiento es fácil. No daré más detalles, pero sí diré que las vidas pueden implosionar y que cuando lo hacen, arrasan con una.
Un día de julio la ginecóloga nueva me dijo que una cosa era no querer tener hijes y otra no poder: “Que el cuerpo elija por una es muy difícil de aceptar, pero no eres la única a la que esto le ha pasado”. ¿No soy la única? ¿Y dónde están las otras? ¿Dónde habitan los modelos de mujeres que no son madres?
Decido investigar, rastrearlas a las como yo en los pliegues o en medio o mucho más atrás de los libros de maternidad y las cuentas de Instagram sobre “la difícil pero increíble experiencia de ser madre” que parecen coparlo todo. Y encontré.
Lo primero, un podcast de Cristina Mitre y María Fernández Miranda. Por eso, busqué el libro de María “No Madres, mujeres contra los tópicos”, donde leí: “Cuando tienes un hijo eres madre, cuando se muere tu marido eres viuda, cuando no tienes a tus padres eres huérfano, para las mujeres que decidimos o no pudimos ser madres, no hay palabra que nos defina, y nos queda solo definirnos por lo que no somos, no madres”. María fue “no madre” luego de siete intentos de fertilización asistida. En su libro, entrevista a otras “no madres” como ella. Leerlas fue reparador para mí, hay mujeres de estos tiempos como Rosa Montero, Maribel Verdú o Alaska, otras como Frida Khalo, Oriana Falacci o Coco Channel. Leo el libro de un tirón, en un día, y esa noche por primera vez desde la cirugía, duermo un sueño reparador sin imágenes ni sueños raros.
Después seguí devorando esas historias de mujeres y sobre mujeres. “Cuerpo de mujer, sabiduría de mujer”, de la ginecóloga Christiane Northrupe, me ayudó a entender por qué tanto de lo que yo sentía no podía ser explicado por la ciencia médica. En él Christiane empieza a trabajar con una chamana porque no podía explicar o curar las enfermedades de las mujeres solo con un enfoque físico, y describe un patrón que se repite: las mujeres con tumores y quistes en el ovario izquierdo suelen ser profesionales exitosas que para sobrevivir han tenido que “masculinizarse”, ignorar la sensibilidad y la creatividad, que para las chamanas se encuentra en el lado izquierdo del cuerpo, en balance con el lado derecho, que es la organización, lo racional. Todas las historias que cuenta son yo. Son yo y todas sanan a través de la creatividad.
“Creatividad no es solo dar a luz, María”, me dice mi psicóloga cuando se lo cuento. “Creatividad es dar vida, sembrar un árbol, escribir un cuento, pintar, dar clases, hay tanto que puedes hacer”.
Entonces, empecé a escribir. Me anoté en un taller y cuando llegó el momento de presentarme, el vacío en mi cuerpo fue el que habló: “Estoy acá porque no se quién soy y la última vez que supe quién era, dejé de escribir”.
Leo más. Los libros —las autoras, mujeres— me hablan. Aprendo que soy hija del racionalismo europeo, que nunca se me permitió sentir porque lo válido es el Hombre y que ese Hombre es un hombre blanco europeo heterosexual con pretensiones de universalidad, y que en ese Hombre no hay, nunca hubo, lugar para sentir, mucho menos para el conocimiento ancestral de comadronas y chamanas. Aprendí una nueva palabra femenina y revolucionaria: sentipensar. Leí y escribí. Leo y escribo —aún sin ganas, como esto— mucho. Pero esa es otra historia.
En septiembre decidí irme de Centroamérica. Es mi propio make kin no babies. Antes de irme me tatúo la flor de la alegría en la que enterré simbólicamente el ovario y la trompa de falopio. El dibujo nace en el lugar donde estaba mi ovario, y crece hasta a la altura del ombligo, donde un grupo de mariposas, pequeñas crisálidas de colores, empiezan a volar.
About the author
María quería ser reportera de guerra. Todos los días escribía en su cuaderno historias un poco reales, un poco inventadas, hasta que se dio cuenta que lo que le gustaba de ser reportera de guerra era salir de su país, viajar mucho y conocer gente diferente, más aún si estaba en situaciones complicadas. Así que decidió estudiar cooperación y eso le abrió todas las fronteras. Dejó su país y luego otro y luego otro. En un momento ya no supo ni de dónde era ni cómo seguía su historia. Entonces volvió a escribir y se convirtió en @mexploratrice. Para Concolón Revista cuenta cómo una flor de la alegría la salvó del dolor por su ovario roto.